En aquel paraje cuando el
viento movía las ramas de los árboles se dejaba oír un sonido quejumbroso como
si alguien estuviera llorando, era como un débil lamento que le daba un hálito
de misterio al lugar, pese a ello, era hermoso, estaba muy bien cuidado y
sacaba palabras de admiración de los viajeros que pasaban por allí.
Martica decidió guardar
algunos caramelos desde que se dio cuenta que Antonio Biruela construía un
recinto igual al de ella. El hombre trabajaba sin parar y cuando colocó el ángel,
segura estaba que pronto, al día siguiente quizás, llegaría otro niño que le
haría compañía. Así había sucedido cuando Elenita llegó a aquel lugar, pero pronto
su abuela la había ido a buscar y ya no la vio más.
La madre de Martica le
llevaba todos los domingos una bolsita de caramelos y algún juguete, con lo que
siempre tenía con qué entretenerse, pero echaba de menos tener con quien jugar.
Así que entusiasmada, Martica vislumbró venturosas tardes de juegos en las
cuales ya no correría entre las flores ni subiría a los árboles sola.
Siendo muy joven Antonio Biruela
comenzó a plantar petunias en un pedazo de terreno que él mismo había escogido,
desde entonces ya no había parado ni de plantar flores ni de enterrar muertos. Las
conservadas tumbas cuidadosamente identificadas con sus correspondientes nombres
y fechas, surgían de entre petunias,
claveles, rosas, margaritas y floridas trinitarias, pero su verdadero arte
estaba en los sepulcros que hacía para los niños, eran pequeños mausoleos llenos de encanto y ternura capaces de albergar la felicidad
eterna de cualquier infante.
A la mañana siguiente a
Martica la despertó el sonido de la lluvia. Al asomarse a la ventana de su
pequeña capilla un aguacerito menudo acompañaba el cortejo fúnebre que veía
venir. Al divisar la pequeña urna blanca una sonrisa iluminó su tez morena,
cogió un puñado de caramelos, y presta se dispuso a dar la bienvenida al que
desde ahora en adelante sería su nuevo compañero de juegos.