lunes, 7 de mayo de 2018

UN PUÑADO DE CARAMELOS


En aquel paraje cuando el viento movía las ramas de los árboles se dejaba oír un sonido quejumbroso como si alguien estuviera llorando, era como un débil lamento que le daba un hálito de misterio al lugar, pese a ello, era hermoso, estaba muy bien cuidado y sacaba palabras de admiración de los viajeros que pasaban por allí.
Martica decidió guardar algunos caramelos desde que se dio cuenta que Antonio Biruela construía un recinto igual al de ella. El hombre trabajaba sin parar y cuando colocó el ángel, segura estaba que pronto, al día siguiente quizás, llegaría otro niño que le haría compañía. Así había sucedido cuando Elenita llegó a aquel lugar, pero pronto su abuela la había ido a buscar y ya no la vio más.
La madre de Martica le llevaba todos los domingos una bolsita de caramelos y algún juguete, con lo que siempre tenía con qué entretenerse, pero echaba de menos tener con quien jugar. Así que entusiasmada, Martica vislumbró venturosas tardes de juegos en las cuales ya no correría entre las flores ni subiría a los árboles sola.
Siendo muy joven Antonio Biruela comenzó a plantar petunias en un pedazo de terreno que él mismo había escogido, desde entonces ya no había parado ni de plantar flores ni de enterrar muertos. Las conservadas tumbas cuidadosamente identificadas con sus correspondientes nombres y fechas, surgían de entre  petunias, claveles, rosas, margaritas y floridas trinitarias, pero su verdadero arte estaba en los sepulcros que hacía para los niños, eran pequeños mausoleos llenos de encanto y ternura capaces de albergar la felicidad eterna de cualquier infante.
A la mañana siguiente a Martica la despertó el sonido de la lluvia. Al asomarse a la ventana de su pequeña capilla un aguacerito menudo acompañaba el cortejo fúnebre que veía venir. Al divisar la pequeña urna blanca una sonrisa iluminó su tez morena, cogió un puñado de caramelos, y presta se dispuso a dar la bienvenida al que desde ahora en adelante sería su nuevo compañero de juegos.