Después de aquella terrible semana en alta mar llegaron a
aquel pequeño puerto. Con muchas horas de navegación y de agotador trabajo sobre
sus espaldas, y sin dormir, sus cansados ojos no daban crédito a la quietud de
aquel acogedor panorama. Eran las siete de la mañana y la calma y el silencio
los recibieron con desparpajo y arrojo. Se miraron unos a otros extrañados de
no encontrar rastros en aquel lugar de la feroz tormenta que los azotó durante
días y que pareció perseguirlos en su travesía por el océano. Cuando le
preguntaron al marinero que los ayudó a atracar su barco que cómo habían pasado
el temporal en aquel sitio, como respuesta recibieron una interrogante y
una expresión de incredulidad. El canto de las gaviotas contrarrestaba el sonido
de la mar embravecida que todavía rugía en sus oídos, y al divisarlas colocadas
una al lado de la otra en una larga hilera sobre el gran cartel que distinguía
el nombre de aquel bonito lugar, bajo un cielo muy azul y arropadas por la monotonía
del amanecer sintieron alivio en sus maltrechos sentidos, acto seguido les
invadió la sensación de que el mundo se había quedado anclado y permanecía
estático en ese punto del Atlántico. Una vez atracado su velero, se dispusieron
a desembarcar para asearse un poco e ingerir algún alimento.
El pequeño puerto azul, como había decidido llamarlo, al
que llegaron empujados por la tormenta, era simplemente encantador y allí
estaba ella, con su larga cabellera morena movida por la ligera brisa marina,
saludando con su mano extendida y con una amplia sonrisa en su rostro. Pedro
giró la cabeza para saber a quien saludaba la chica y entendió cuando vio que
el fotógrafo no dejaba de disparar su lente fotográfica. Sus compañeros de
tripulación y él tomaron el desayuno en un restaurante ubicado en el segundo
piso de la torre de control en una amplia terraza con piso de azulejos de
colores y con vista al mar. Un espléndido sol que asomaba entre las nubes los acompañó
en su comida. La morena de cabellera larga se acercó hasta donde estaban ellos,
su piel de ébano brillaba y su juvenil sonrisa inundaba todo el lugar.
Fotógrafo y chica no desaprovecharon la belleza del sitio y la luz espléndida
que proveía el sol naciente a esa hora de la mañana, para tomar numerosas fotos
desde distintos ángulos, con lo cual embellecieron aún más el agradable
panorama que se desparramaba por doquier.
Una ducha de agua caliente les devolvió la vida. A medida
que avanzaba la mañana, aquel puerto despertaba de su letargo nocturno, y
efectivamente pudieron cerciorarse de que al menos en muchas semanas no habían
tenido ni tormentas ni temporales por allí, así que a esas alturas de los
acontecimientos casi se podían reír de sí mismos y de su propia paranoia cuando
llegaron al lugar para resguardarse del temporal.
Una vez que descansaron lo suficiente, decidieron quedarse
un par de días en aquel puerto. El pequeño muelle, cinco pantalanes, una decena
de restaurantes, la torre de control rodeada de hermosas terrazas, los
servicios a lo largo del puerto, una entrada con un pequeño espacio que hacía
las veces de centro comercial, y todas las dependencias pintadas de ese azul
que asemeja el azul del mar, hacían de aquel pequeño puerto, un lugar hermoso.
Los barcos de tránsito, los centros de buceo, el catamarán turístico, las motos
de agua y la faena de los pescadores del lugar salpicada de rasgos autóctonos
de la zona le daban vida y deleitaba los sentidos.
Hoy con la foto entre sus manos, recuerda el día que
zarparon muy temprano en la mañana, la misma calma y silencio que los recibiera
el día que llegaron, los despidió. La guapa morena le había regalado una foto a
propósito de una agradable tertulia que tuvieron la noche anterior de su
partida en uno de los restaurantes del lugar. Pedro, con el ímpetu de sus
veintiún años, se había quedado prendado de la cabellera larga, de la amplia
sonrisa y de la imagen de la hermosa chica que desde la terraza de la torre de
control los despidió con su mano extendida.
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