Hermosamente salvajes, ellos
corrían contra el viento. Él arrogante y sobrado, con su negro y brillante
pelaje, su mirada penetrante, dando
rienda suelta a su atrevido galope que
lo distinguía mientras el viento jugaba con sus largas y atractivas crines,
buscaba llamar la atención. Ella suave y ligera, rubia como el sol, con grandes
ojos marrones, de movimientos ágiles, y juguetona, coqueteaba con su trote
sensual. Atraídos por el excitante juego de hacerse la corte, ella esquiva e
insinuante, él osado e imponente, con su constante retozar, añadían hermosura a
aquel florido descampado. Cautivados por ese provocador juego, el corretear uno
detrás del otro parecía un placer incansable, o saltar y brincar alegremente,
se convertía en una competida diversión. Aventuraba él, con su cercanía cada
vez más impetuosa, dando vueltas a su alrededor a gran velocidad. Desafiaba
ella, permaneciendo inmóvil con un aire de indiferencia, ante el desbocado
comportamiento de su pretendiente. Día tras día seducidos por un juego apasionado, sobrecogidos por los instintivos
sentidos dueños de su naturaleza salvaje, siendo ella cada vez mas sumisa,
estando él cada vez mas cercano, aquel hermoso lugar fue testigo de sus
suspiros y de sus apasionantes cópulas. En aquellas horas de estar juntos, el
viento con su silencio dejaba oír sus agitadas respiraciones, las flores eran
testigos fieles de su unión, y ni la sutil llovizna, ni el ardiente sol hacían
mella en sus febriles deseos. El temblor de sus cuerpos semejaba el delicado
temblor de las hojas de los árboles y en medio del éxtasis, un fuerte y sonoro
relincho desgarraba el aire; algunas
aves inquietas por el fuerte sonido, revoloteaban alrededor de las copas de los
árboles, para luego de un circular vuelo, posarse nuevamente en su lugar.
Ahora, solo él corría desbocado contra el viento y ella lo esperaba con su
abultado vientre cerca del arroyo, donde siempre retornaba jadeando, para
saciar su sed. Acercándose despacio y empujándola suavemente, la invitaba a
iniciar un pausado galope en aquel florido y hermoso descampado. Y así transcurrían los días, él
arrogante y sobrado, con su negro y brillante pelaje, su mirada penetrante,
dando rienda suelta a su atrevido galope
que lo distinguía, mientras el viento jugaba con sus largas y atractivas
crines. Ella suave y ligera, rubia como el sol, con grandes ojos marrones, de
movimientos ágiles, y juguetona, coqueteando con su trote sensual.
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