A la misma hora, Laura López Real se
sentaba en el elegante sillón Luis XV, la sobria estancia estaba llena de fotos
y de valiosos recuerdos que daban cuenta de veinte años de feliz vida
matrimonial; ambos, su marido y ella, la habían ido decorando con objetos de
valor, con antigüedades y con exquisitos caprichos personales que la
exorbitante herencia del padre de ella, el finado Don Pedro López Castro, les
permitía darse. El golpe de la traición llevó a Laura a tomar la decisión de acabar con aquella
habitación a través de una rutina autoimpuesta; cada noche, mientras el azul de
su mirada se posaba sobre el líquido de la bebida, la venganza se gestaba y
nacía al compás del seductor movimiento de las burbujas del espumante champán
Lanson, su preferido. Esta vez decidió quemar la foto en la que su exmarido
tenía la misma sonrisa que la del día que lo descubrió con su amante. Siempre
sintió animadversión por esa foto, él la había traído de su viaje por Egipto,
conocer la Pirámide de Guiza había sido una excusa, ahora lo sabía, su amiga
también había ido. Y mientras el fuego iba convirtiendo en cenizas la imagen de él,
una íntima conversación con el crepitar de la llama la llevó a murmurar que era
un champán con una pureza excepcional de fruta. Noche tras noche, un objeto de
aquella habitación desaparecía por mandato expreso de ese despecho indómito que
dentro de ella clamaba venganza.
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