Aquel era el mejor plan que
habíamos ideado nunca. Mi hermano y yo éramos
unos críos de siete y ocho años de edad respectivamente. Nos chiflaba la fiesta de Halloween y no
veíamos la hora de poner en marcha nuestra gran idea. Habíamos pasado un año
entero abocados en el cuidado y cría de nuestras preciadas arañas que
protegíamos con mucho celo para que no fueran descubiertas principalmente por
nuestros padres. En un oculto rincón del patio de casa y en el hueco del tronco
de un gran árbol tenían su hogar nuestras arácnidas amigas; nos habíamos ocupado
mi hermano Pedro y yo de acondicionar el lugar para que no solo estuvieran cómodas
sino para que también permanecieran ocultas en su morada. Nuestra preferida era una grande de
color negro que tejía sin parar. Llegó el día y preparamos todo el salón de
casa con la mas original decoración jamás vista, colocamos las arañas por los
rincones y enseguida comenzaron a aparecer telas de araña por doquier. Cuando
llegaron nuestros amigos del cole, alucinaron con el mágico ambiente que
habíamos creado para nuestra celebración de Halloween. El momento culminante
vino cuando nuestro compañero Matías cayó al piso convulsionando y echando una espuma blanca
por la boca. Una gran araña negra yacía sobre su cuello. Todos aplaudieron lo
que creían era una gran puesta en escena creada para la fiesta.
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