martes, 30 de enero de 2018

REZADOS


En esta oportunidad me voy a referir a una costumbre y práctica que aún subsiste en nuestras islas y que me tocó conocer y observar de cerca cuando tan solo era una niña, con lo cual tengo el privilegio de dejar testimonio de ella con la certeza que me otorgó el haber sido testigo de primera mano de ver a mi abuelo rezar el mal de ojo y sanar a numerosas personas que regresaban agradecidas a dar testimonio de sus efectos curativos.
Primero he de decir que sobre el tema hay mucha literatura en la cual se recrea esta costumbre canaria con excelentes explicaciones y muy bien documentadas, así que les invito a echar un vistazo y a buscar en la extensa bibliografía que está a nuestro alcance apenas echamos mano de los avanzados recursos de los que disponemos hoy en día para obtener  información de cualquier  área del saber, si quieren ampliar sobre el tema.
¿Qué eran o qué son los rezados (santiguados)?
Voy a contestar esta pregunta con el relato que a continuación les transcribo basado en un hecho real de mi familia y que me hizo ser testigo de esta costumbre.
Mi abuelo
En mi niñez solía pasar mis vacaciones escolares en casa de mis abuelos, así fue durante muchos años, debido a ello fui testigo de primera mano de un suceso que acontecía con frecuencia, del don de  curar el mal de ojo que tenía mi abuelo Sotero; por lo tanto aquel acontecimiento se convirtió con el pasar de los años en un hermoso recuerdo que de alguna manera dejó en mí una lección de vida y un aprendizaje interior. Siendo yo tan pequeña, al principio no comprendía muy bien de que trataba aquel asunto, pero poco a poco y a medida que pasaba el tiempo entendí lo que era. Me escondía yo por los rincones y vigilaba a mi abuelo para ver bien lo que hacía y  cómo lo hacía así que me quedé con los detalles de su don para curar a la gente. Solían asistir las personas a casa de mis abuelos, en algunas ocasiones con el o la enferma y en otras ocasiones con el nombre de la persona aquejada del mal escrito en un papel. Mi abuelo que para aquel entonces sería un hombre rondando los sesenta fijaba su mirada azul en el enfermo, cogía su mano y haciendo una o dos preguntas hacía un rápido diagnóstico determinando si aquel enfermo tenía o no mal de ojo. Hacía lo mismo concentrándose en el nombre que estaba escrito en el papel, cuando era el caso. Primero que todo mi abuelo era muy sincero, si aquella persona aquejada de un mal no tenía mal de ojo lo decía inmediatamente y recomendaba que acudiera a un médico, y acto seguido dejaba claro que él no podía hacer nada. Si por el contrario mi abuelo detectaba que el enfermo si tenía mal de ojo, se levantaba inmediatamente, para ese momento ya había empezado su secuencia ininterrumpida de bostezos y se alejaba hacia el patio de casa y ubicado en un rincón, sentado en una silla de espaldas y contra la pared se inclinaba, ponía sus codos sobre las rodillas y sostenía con sus manos su cabeza. Allí en aquella posición bostezando sin cesar, gesticulaba con su boca palabras inaudibles en algunas ocasiones por un largo rato y en otras por mas corto tiempo. Una vez terminado su rezo, se levantaba, iba al lavado, metía su cabeza bajo el chorro de agua que salía del grifo y se lavaba, en algunas ocasiones devolvía y hasta mareaba, esto último dependía del grado de intensidad del mal que aquejaba al enfermo. Una vez recuperado, se acercaba al paciente o familiares que esperaban en la sala de casa y les decía que ya estaba sacado el mal de ojo. Según el caso y si era necesario mi abuelo le rezaba al paciente por dos o tres días mas, pero siempre les decía que no era necesario que volvieran que ya el mal estaba cortado y que él rezaría por su cuenta.
Vi como las gentes agradecidas volvían en las semanas posteriores para llevar algún regalo a mi abuelo, que nunca cobraba absolutamente nada, y para decirle que la recuperación del enfermo había sido inmediata. Por lo tanto, llevaban a mi abuelo la mayoría de las veces, pan, queso, dulces, nunca dinero. He de decir que mi abuelo curaba a los animales cuando tenían mal de ojo, que también se daba el caso.
Supongo que se corrió la voz y la fama de mi abuelo en ese sentido creció porque fueron muchas las personas que acudieron a él, en su mayoría compatriotas canarios que al igual que él habían emigrado a Venezuela.
En alguna oportunidad siendo yo ya una adolescente, me dijo mi abuelo que me enseñaría la oración para que yo también aprendiera a curar el mal de ojo, pero esto nunca sucedió, murió mi abuelo y me quedé con las ganas de aprenderla y con varias incógnitas sobre su vida. Nació mi abuelo en Tijarafe, La Palma en una época difícil para estas islas, perdió su vista siendo un niño recuperándola nuevamente, fue a la guerra civil española en la cual perdió parte de la audición, emigró a Venezuela y a pesar de todos estos acontecimientos de su vida tenía la fortaleza suficiente para dedicarse a ayudar a los demás. Me hubiese encantado saber, quién le enseñó a él a rezar el mal de ojo, cómo descubrió esa habilidad de curar a la gente, qué sentía cuando lo hacía y por qué creyó que yo podría hacerlo también. Cuanto te extraño abuelo.
Concluyo diciendo que constituye todo un legado el magisterio de nuestras estimadas y queridas santiguadoras y rezanderos, verdaderos guardianes de creencias ancestrales.

Decía Benito Pérez Galdós, para escribir bien y para el pueblo, hay que acordarse primero de las dos mamá: la mamá y la tierra de los recuerdos infantiles…”                            
Eso intento.


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